Que la amistad de un filósofo de fama internacional con un joven tucumano tenga por base el préstamo de un libro no es un caso frecuente. Sin embargo, tal cosa ocurrió con José Ortega y Gasset y Máximo Etchecopar, en Buenos Aires. Alguna vez narré sintéticamente el asunto, que primero leí en “Historia de una afición a leer” y que luego escuché, ampliado, de los mismos labios del autor. En las líneas que siguen, disponemos de un espacio mayor para espigar algunas frases sueltas de ese testimonio.

El español José Ortega y Gasset (1883-1955), figura mayor del pensamiento filosófico de su tiempo, visitó por tercera y última vez la Argentina en 1939, durante una larga temporada. Ya había venido en 1916 -ocasión en que disertó en Córdoba y en Tucumán- y volvió en 1928. En 1939 llegaba otra vez a Buenos Aires, invitado por varias instituciones culturales, encabezadas por la Universidad y por “Amigos del Arte”, que presidía Elena Sansinena de Elizalde.

Ortega en persona

En ese momento, residía en la Capital el tucumano Máximo Etchecopar, flamante abogado de 27 años, más inquieto por la filosofía, la política y la literatura que por los códigos. Mucho le interesaba Ortega. No había asistido a las disertaciones de Tucumán, porque era entonces un niño, ni tampoco a las porteñas de 1928. Se dispuso, entonces, a escucharlas. Era la primera vez que veía al filósofo. Notó que era “de poca talla”, pero “en ese punto exacto en que la baja estatura no resulta ostensible; antes ocurre que no reparamos en ella”. Vestía “con gusto, esmero y sobriedad”. Después de la primera conferencia, Etchecopar estaba en el grupo que rodeaba a Ortega, y la señora de Elizalde hizo las presentaciones. Alguien propuso que continuaran la charla en el bar del Plaza y hasta allí se trasladaron.

De Cicerón

Etchecopar estaba maravillado. Le parecía un sueño, narrará, que “yo, ignoto muchacho argentino”, pudiera recibir lo que Ortega brindaba en una conversación de la que todos se sentían partícipes, por “su cortesía benévola hacia el interlocutor de turno”. Al despedirse, mirándolos con ojos donde “brillaba, burlona, la sonrisa”, dijo: “junto a ustedes, que son parcos en gestos y ademanes, he debido parecerme a un meridional, alguien que habla y gesticula con exceso”…

La amistad se afirmó cuando, días más tarde, en otra conferencia, el filósofo lamentó no tener a mano una buena versión de Cicerón. Sucedió que Etchecopar, en la nutrida biblioteca heredada de su padre (fallecido en 1916), poseía una y famosa: nada menos que los cinco tomos editados por Firmin Didot. Sin vacilar, los acomodó en un paquete y se los dejó en su alojamiento de avenida Quintana casi esquina Ayacucho.

Las caminatas

Ortega quedó encantado y se interesó por el contenido de la biblioteca del doctor Etchecopar padre. Le admiró que este tuviera, en Tucumán, libros de esa categoría. Entonces, su flamante amigo le facilitó los cinco tomos de las “Obras morales” de Plutarco, traducidas por Víctor Bétolaud. Varios meses tuvo Ortega en su poder el Cicerón y el Plutarco. Cuando se los devolvió, comenta Etchecopar que “no me extrañaría que se haya releído ambos mamotretos de cabo a rabo, tan grande era su capacidad de lectura”.

Ya definitivamente amigos, empezaron a verse a diario. El español era “buen caminador”. Se desplazaba con un ritmo ágil, con “esa presteza leve que sólo exhiben en sus movimientos los muchachos”. Le atraían sobre todo los barrios distantes, y el tucumano le seguía encantado la corriente.

En una de las pocas veces que recorrían el Barrio Norte, se interesó Ortega por la formación de Etchecopar. Este le dijo que estudiaba latín y filosofía escolástica en los Cursos de Cultura Católica; pero que, aunque lo hacía con entusiasmo, añoraba la bibliografía y la técnica de los centros europeos. Su ambición era trasladarse allí algún día.

El gran Calderón

Ortega no dio muestras de asentir. “Las razones que usted aduce son verdaderas, ¡pero es tanto y tan provechoso lo que podemos hacer solos!”, le dijo como para arrancarlo de esas perplejidades. “He tenido presente en todo momento esas palabras alentadoras”, asegura Etchecopar.

En la caminata vieron una de las grandes joyerías. Etchecopar le dijo que los porteños la consideraban comparable a las más lujosas de París. Entonces, pasando de largo, Ortega expresó: “ahí tiene usted un tipo de cosas que no me despierta ninguna curiosidad. Tampoco comprendo que interese a otros”. En una librería de la calle Florida estaba en la vidriera una gran foto de Jacques Maritain, junto a sus libros. “¡Qué hombre de suerte ese!”, musitó el filósofo.

Otra vez, Etchecopar le habló con entusiasmo de los clásicos españoles, que él estaba leyendo entonces “con fervor de neófito” y “de manera ordenada”. El filósofo lo interrumpió. “De esos autores y esa época española, el gran asunto es Calderón. Si tuviese tiempo y ánimo me metería a fondo en eso. Acaso lo haga alguna vez. La obra inmensa de Calderón representa y expresa, de modo superlativo, la época barroca de Europa”, asentó.

Una profecía

En otra ocasión, al hablar Etchecopar del desdén que muchos intelectuales argentinos tenían por el conde de Keyserling, al que consideraban un “macaneador”, apuntó Ortega: “pero ¡cuidado! que se trata de un hombre inteligentísimo o, si ustedes lo prefieren, de un ‘macaneador’ inteligentísimo...”

Un día, el filósofo fue invitado a comer por un grupo de señores acaudalados y muy conservadores. Ortega contó a su amigo que lo había pasado muy bien. Pero, de pronto y frunciendo el ceño, profetizó: “estos señores van a acabar mal”. Nunca quiso tocar el tema de la Guerra Civil Española. Solamente una vez, cuando salió en la conversación el nombre de José Antonio Primo de Rivera, lanzó un comentario “tajante e inesperado”, narra Etchecopar. Dijo que se negó a encontrarse con el fundador de la Falange, “porque no podía sustraerme a la idea de saberle o imaginarle poseído de voluntad de muerte, circunstancia esta que me rechazaba por instinto”.

Sobre Lugones

Por esa época, Ortega había empezado a despegarse de la literatura, y poco o nada sabía de autores argentinos. Como “algo excepcional y muy de paso”, dice Etchecopar, “le escuché una afirmación elogiosa de la obra poética de Bernárdez y Marechal”, y otra similar a propósito de un poema de Ignacio Anzoátegui. Pero estimaba enormemente a Leopoldo Lugones, como literato, como hombre y como colaborador de Darío en el cambio operado en la literatura. “A no ser por Darío y sus primeros grandes seguidores americanos, no escribiríamos nosotros en español como lo hacemos hoy” dijo.

En otra charla, opinó que el tipo de sociedad al que pertenecen los pueblos americanos “no favorece el brote y menos el logro de la personalidad individual”. Su amigo le preguntó, entonces, si habría algún argentino a quien le pudiera “discernir la dignidad de persona lograda, de verdadera personalidad”. El filósofo guardó silencio un rato y luego contestó secamente: “a Lugones”.

Sólo el trabajo

Cuando Etchecopar le leyó cierta vez un par de páginas de “La cabeza de Goliath”, de Ezequiel Martínez Estrada, Ortega lo interrumpió con impaciencia: “ese señor no dice una sola cosa que sea acertada… Es como si no supiera de qué está hablando”.

Tema frecuente de su conversación, era poner en guardia a Etchecopar sobre el concepto generalizado de una eterna bonanza argentina. “Nada bueno tendrán ustedes, hasta que no se convenzan de que la principal riqueza de un pueblo la constituye el trabajo”. Agregaba que “de poco sirven ventajas naturales, es decir bienes gratuitamente obtenidos, si a estos no los potencia y moviliza el esfuerzo humano de quienes poseen esos bienes y se benefician de tales ventajas. Sólo aquellos de entre ustedes que sean capaces de organizar con eficacia y empeño sacrificado -a la vez que con magnanimidad y solidaria disciplina- el trabajo de todos los argentinos, habrán de merecer la gratitud pública en los próximos años. En caso contrario, lo pasarán ustedes muy mal, créalo”.

De los clásicos

En una rueda donde estaba Ortega, una señora porteña “tan guapa como vehemente”, dijo que no entendía la fama de Goethe, y que su famoso “Fausto” le resultaba mortalmente aburrido. Ortega, quien mucho valoraba a ese autor, aguantó la observación con estoicismo. Se limitó a decir que a las grandes obras clásicas no hay que leerlas por obligación. “Ocurre justamente lo contrario: vienen a nuestras manos en la sazón exacta en que nuestras vidas las requieren, las precisan”.

Entre las variadas observaciones orteguianas que anota Etchecopar, relumbra una sobre el libro. ”Un libro, lo que se llama un libro, es otra cosa”, le dijo un día. “Y lo curioso, no lo olvide usted, es que a ‘un libro’, lo que se llama justamente ‘un libro’, sólo los franceses han sabido hacerlo. Cada gran país europeo ostenta, en lo concerniente a trabajos impresos, su propio talento. Los alemanes sobresalen en la confección del tratado filosófico y, en general, del libro de la misma familia, esto es, allí donde la abstracción metafísica es requerida necesariamente”.

El libro

Agregó que “los anglosajones son incomparables en las grandes recopilaciones del saber, en la confección de enciclopedias. De todas las enciclopedias que conocemos, ni la alemana, tan ambiciosa, ni el Larousse, ni la italiana reciente, pueden parangonarse con la británica”, afirmó.

Etchecopar le pidió algún ejemplo de libro francés que pudiera considerarse como tal. “Podía darle varios nombres que usted conoce seguramente, pero me circunscribo a uno solo, archifamoso, ‘La Cité Antique’, de Fustel de Coulanges que, en tanto libro, lo es perfecto”. Recordaba Etchecopar que, hacía ya muchos años, Ortega había afirmado que un libro era “lo que un hombre hace cuando tiene un estilo y ve un problema. Sin lo uno y sin lo otro, no hay libro. Exento de estilo, un libro es un borrador. Exento de problemas, papel impreso. El problema es la víscera cordial del libro”.

Después

Ortega dejó Buenos Aires a principios de 1942, pero la amistad con Etchecopar se mantuvo desde entonces hasta el final de su vida. Por cierto que no sospechaba Ortega que a su joven amigo argentino le aguardaban grandes destinos.

Es sabido que Etchecopar no solamente cumpliría una brillante carrera diplomática, como embajador en la Santa Sede, en Suecia, en Perú, en México, en Colombia y en Suiza. También se convertiría -a través de certeros libros y publicaciones periódicas- en uno de los más agudos ensayistas políticos de su tiempo.

Terminaré con un párrafo personal. Máximo Etchecopar me honró con su amistad durante los últimos quince años de su vida. Guardo memoria de su inteligentísima conversación como algo inolvidable: nunca conocí una personalidad tan distinguida y tan interesante. Murió a los 90 años, el 20 de marzo de 2002, sin que su mente conociera la vejez.